Amanecía
sobre París. Aterrizábamos. “Abróchense los cinturones…”, repetía una voz
femenina. La línea del horizonte era una franja de fuego, el sol no tardaría en
aparecer. El avión descendía y las casas a dos aguas cercanas al aeropuerto
parecían una especie de triángulos rojizos. Mis tímpanos dejaron de funcionar y
ensordecí como si hubiese penetrado en un túnel de silencio. Y allí estaba
París: su glamour y sus mendigos. Los trenes subterráneos me avasallan. La
gente corre, vibra, el acordeonista reclama su moneda con canciones románticas.
El tiempo se detiene en el subterráneo y la llegada y la salida de las
estaciones muestra una población plural y cosmopolita. Los blancos y los negros
visten de negro. El metro es un refugio, una necesidad, un albergue para
resguardarse del frío. Una pareja de enamorados demuestra su pasión o su
ternura de forma despiadada para los solitarios. Y la gente se arremolina
alrededor de la barra del pasillo y observan y comparten sus miradas esquivas,
otros leen no se sabe qué historias. Las paradas, la voz anunciante, los
chasquidos, los silbos del convoy, el aire gélido de la puerta que se abre en
las estaciones. Los jóvenes, rápidos y funcionales que parecen muñecos de goma
bajando y subiendo las interminables escaleras. Esto es un ballet con pasos
marcados y habituales, con movimientos pertinentes para llegar a tiempo al
destino previsto. París, la torre, el arco, el río y el acordeón y el
organillo, es también un cartel con chicas pintadas de colores y vestidas con
sus cancan. Esta ciudad del frío y del aire gélido, es también un baile, un
duelo, una batalla por tomar la Bastilla y sentarse al sol a celebrarlo.
María del Valle Rubio
María del Valle Rubio
(Diciembre, 2012. Enero, 2013)
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