Tan redonda y brillante, tan cercana, nos visita la Luna y se
columpia en su aro de plata. Desde China a Canadá. Desde Cádiz a Santiago de
Compostela. Más cercana que nunca, atrayendo las mareas, influyendo no se sabe
cómo en nuestros circuitos neuronales y en nuestras desquiciadas mentes. Menos
mal que morimos y nos salvamos de nuestras creencias, de nuestra marera de ver
el mundo, de nuestro aislacionismo, de nuestras frustraciones y complejos.
Porque vivir es amar y la Luna es un símbolo de amor y de enamoramiento. Ella
es la guardiana de la noche, el testigo que invita a los amantes a la pasión y
al desenfreno. Ella es la primera fantasía de los niños que la descubren en las
ilustraciones de los cuentos y en el cielo como una galleta gigante. Quién sabe
si tiene algo que ver con la sangre y los ciclos de los meses, con la más
estricta fisiología femenina. Quién sabe si este acercamiento nos incita a la
guerra, a la lucha, al descontento, a la sublevación y al desvarío. También a
enamorarnos o a sublimar aún más a ese amor platónico que nos sustente para no
deprimirnos ante la certeza de saber que nadie nos ama. Para eso está Ella,
redonda y radiante influyendo en el bien y en el mal, en nuestras conciencias,
liberándonos y atándonos a nuestra existencia, como una matrona que se sabe
inmortal y nos seduce con su brillo en las aguas, en la esquina del beso, en el
lecho de muerte.
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