Vivir se puede vivir de muchas maneras y
casi nadie elige su forma de vivir. Siempre estamos aparcando el sufrimiento y,
a veces el dolor; esa herida que sangra, esa incógnita que late y nos destruye
porque no somos capaces de resolverla. Nos refugiamos en el trabajo, en el día
a día, en el color del rostro de nuestros hijos. Si ellos tienen salud, ya lo
tenemos todo, nos decimos y no es verdad, cuándo sabemos que a nosotros nos
faltan besos, reconocimiento, amor. Y solemos vagar por los planes que nos
hemos trazado: terminar ese documento que continúa en las tripas del ordenador,
arreglar las macetas, lavar el coche, o pintar algún cuadro que parece que el
lienzo llama y los pinceles esperan. Pero sin engañarse, hay un vacío oculto en
lo más hondo, casi una ansiedad que revela que es preferible contar con una
mano amiga que se una a la tuya. Para este episodio hay que contar con la
memoria o con los cimientos recios de una relación sincera. Es decir alguien
que te haga tilín, que te atraiga, que te enamore para toda la vida o para el
resto de tu vida. He dicho.
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